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Luis Balbuena - Cuentos del cero



Gracias a la actual tecnología puedo, al fin, expresarme como humano y contarles así parte de mi apasionante historia. Comprenderán que no es sencillo, ya que me han ocurrido infinidad de cosas, aparte de todo lo que sé. Si algún día me decido a escribir mis memorias, conocerán ustedes detalles buenos y malos de muchos personajes de la historia. Pero no es este mi objetivo ahora. Me propongo contarles, a grandes rasgos, los momentos más importantes de mi vida.

Nací en la India hace muchos siglos. No recuerdo la fecha exacta y tampoco en aquella época se registraba este tipo de cosas. ¡Fíjense qué atraso!, un acontecimiento tan importante como mi nacimiento que no haya sido registrado por nadie… Lo que sí recuerdo es que fue un anciano venerable, delgado, con larga barba blanca, que hablaba con gran serenidad. Vivía con un grupo de discípulos a los que hablaba de cosas muy bellas. Éstos le llamaban Maestro. Uno de los temas favoritos de sus conversaciones y discusiones éramos nosotros, los números. Mis hermanos Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, Siete, Ocho y Nueve nacieron antes que yo y, según me enteré después, sin mayor dificultad. Cuando el Maestro recorría los dedos de su mano, uno a uno y llegaba al último, hacía un contenido gesto de rabia porque no sabía cómo designarlo. Todos los demás tenían nombre menos el último. Yo me desesperaba, pues conocía la solución y no podía comunicársela. El ignorarme era lo que le producía todos esos problemas.

El sabio maestro llevaba un tiempo sobre la pista correcta para resolverlo. Él había llegado a la conclusión de que todos los dedos formaban una unidad de orden superior a la formada por un solo dedo, pero no daba con la forma de expresarlo ni con el símbolo adecuado.

Un día de primavera, después de tomar su ración cotidiana de bambúes y saltamontes, se recostó bajo la sombra de un hermoso árbol que había cerca de su cabaña. Su mente continuaba dando vueltas insistentemente al mismo problema. Sabía que no tardaría mucho en llegar a solucionarlo. Estaba seguro de ello y por esto su ansiedad crecía día a día. En medio de estas reflexiones, de repente, se levantó sobresaltado. Con un paso nervioso y ligero dio varias vueltas al árbol mientras su mano recorría insistentemente la barba de arriba abajo diciéndose una y otra vez:

- No puede ser, no puede ser.

- ¡Menos mal! -me dije yo, ¡al fin se daba cuenta de mi existencia!

Ya podrán comprender lo contento que me puse. Cuando me vieron mis hermanos, me felicitaban con efusión, porque también ellos comprendieron que acababa de darse un paso trascendental que afectaría a sus vidas y a sus valores.

El Maestro convocó a sus discípulos. Éstos observaban con inquietud y expectación aquella extraña luminosidad en su rostro que ya conocían de otras veces. Cayeron en la cuenta de que algo extraordinario tenía que haber ocurrido. Con mucha solemnidad y lentitud, el Maestro empezó a hablar relatando su hallazgo. Si me colocaba a mí, decía, a la derecha de Uno, entonces aparecía la ansiada unidad de orden superior que tanto habían buscado; de esta manera, a través de ese nuevo ser que llamaron Diez o Decena, nací yo. Los discípulos admiraron profundamente aquel magno descubrimiento felicitando entusiasmados al Maestro por haber dado con la solución del problema que tanto le preocupó en los últimos tiempos.

Durante los días que siguieron la actividad de aquel interesante grupo de hombres fue muy intensa. Tenían aún que resolver los pequeños problemas que quedaban planteados. Así, por ejemplo, cuando tenían diez unidades de este orden que acababa de descubrir el Maestro, ¿cómo representar esa cantidad? Al principio hubo un poco de desánimo. El Maestro, sin embargo, estaba tranquilo porque era consciente de que este problema era ya de menor envergadura. Y, en efecto, no tardó en dar con la solución: me colocaron dos veces a la derecha de Uno. Le dieron por nombre Cien o Centena. Esto ya era demasiado para mí. De ser un auténtico desconocido, me convertí en la pieza más importante de aquel rompecabezas.

Durante mucho tiempo no me moví de la India. El descubrimiento del Maestro se había extendido por todos los países que conformaban la India con gran celeridad gracias a la difusión que le dieron sus fieles discípulos. A la cabaña del Maestro llegaban cada día grupos de sabios de todos los lugares. Venían a felicitarlo y a plantearle dudas que querían resolver. A todos trataba con su ya legendaria amabilidad y sabiduría.

Así transcurrieron varios siglos. Allá por el siglo VII (u VIII, no estoy muy seguro), empezaron a llegar a la India desde el poniente unos individuos que, según decían, venían de muy lejos, en camellos y en busca de no sé qué productos que llevaban a sus tierras, donde eran muy apreciados. Tanto mis hermanos como yo fuimos dados a conocer a esta extraña gente aunque al principio parece que no les impresionamos demasiado. Pero uno de ellos nos llevó con él. Estuve mucho tiempo atravesando desiertos, avanzando siempre al poniente, allá por donde se oculta el que luego sería mi primo por el parecido que tenemos. Después deeste fatigoso viaje (quizá el peor de los que he hecho), metido y olvidado casi, en una bolsa que además apestaba a piel curtida que daba náuseas, llegué a una ciudad que, apenas la vi, quedé prendado de ella, pues era ciertamente bella. Había un constante movimiento de humanos y camellos sobre todo. Aquéllos vestían una túnica larga y usaban turbante en la cabeza, igual que el que nos trajo hasta allí. Supe que les llamaban árabes. Todo era color, esplendor y riqueza.

Pero nuestro hombre nos había olvidado a mí y a mis hermanos. Le interesaban más otras cuestiones relacionadas con las otras cosas que había traído. Yo creo, entre nosotros, que el pobre no era capaz de captar del todo nuestro valor. Una tarde fue a ver a un amigo que luego comprobé que era mucho más instruido que él. Hablaron de cosas referentes al viaje, de lo que había visto a lo largo del trayecto, de las rutas que había para llegar a donde ellos llamaban el naciente y de lo que encontró en mi tierra, la India. Afortunadamente llevaba la bolsa en la que estábamos nosotros. Se acordó de las cosas que llevaba allí y se las mostró a su amigo. Allí estábamos, al fin, junto a otros objetos: un trozo de tela de no sé qué tipo que al parecer le encargó antes de emprender el viaje y una joya muy llamativa. Estas cosas le interesaron más. De nuevo seguíamos marginados.

Cuando los temas de conversación parecieron agotados, nos miró atentamente y le pidió a su amigo el mercader que le explicara qué significaban aquellos garabatos que aparecían pintados en el trozo de piel. Ahí estaba yo, atento a lo que estaba ocurriendo. El mercader lo hizo fatal y temí que su amigo no le entendiese. Pero ya les dije que era un hombre inteligente y enseguida se dio cuenta. Me miraba a mí de una manera especial y sin poder contener su asombro, empezó a exclamar:

- ¡Claro, claro, esa es la solución!

Trató de hacer ver a su amigo que yo era muchísimo más importante que toda la carga que había traído, cosa que el mercader no comprendió porque no recibió ni una sola moneda a cambio.

Me puse muy contento. Este hombre fue nuestra salvación. Desde ese día, no hicimos más que viajar de una ciudad a otra, siempre en medio de hombres con túnicas y turbantes y de mujeres con la cara tapada que veíamos sólo de vez en cuando. Aunque al principio sólo me movía entre hombres sabios y estudiosos (llamaba la atención allí a donde llegaba), pronto los propios mercaderes y muchas más personas se dieron cuenta de la utilidad que yo representaba, junto con mis hermanos, claro, para poder controlar los negocios, las edificaciones, los dineros de las casas, etc.

Un día sucedió algo inesperado que ha causado muchos problemas y, sobre todo, me ha traído muchas enemistades. Resulta que, por un error supongo que involuntario, me colocaron a la izquierda de Uno y a un maldito humano, cuyo nombre he olvidado, se le ocurrió decir que yo, en aquel lugar no valía nada. Realmente ellos se alegraron mucho porque al fin encontraron el símbolo adecuado para nada; es decir, que si a una persona le quitan las monedas que tiene, me toman a mí para indicar que no le queda ninguna. Esto me sentó fatal. Piensen que, hasta ahora, siempre me colocaban a la derecha de mis hermanos y por esto era muy apreciado pues ellos aumentaban su valor de una forma extraordinaria. A partir de la apreciación de aquel individuo, me dejaron solo y con un significado bastante triste. Me resultó curioso que alguno de aquellos sabios se lamentara de lo tarde que habían empezado a utilizarme solo. Al final comprendí que eso era parte de mi sino y lo acepté.

Pero no todo fue malo. Allá por el siglo XIII de la era cristiana me sucedió algo nuevo, pero esta vez sí que fue trascendental en mi vida pues marcó un antes y un después. Por aquellos sitios por donde yo transitaba llegó un mercader italiano que tenía un hijo llamado Leonardo de Pisa (que es una ciudad italiana de donde parece que era este personaje). Lo recuerdo bien porque, como les he dicho, él significó mucho en mi futuro a partir de aquel instante. Su manejo de la aritmética se basaba en unos extraños símbolos que usaban los romanos y que yo nunca llegué a entender. Además, para hacer operaciones usaba un aparato a base de piedras pequeñas (cálculos les llamaba él) que su padre llevaba a todas partes como quien lleva la nariz. Cuando Leonardo acudió a casa de un amigo para que le enseñara cosas del saber y el sabio nos mostró a nosotros, ¡había que ver la cara de aquel muchacho cuando nos descubrió! Y sobre todo a mí. Es inenarrable. Y no me extraña después de ver, como les he dicho, cómo contaba y operaba él. Cuando me llevó a su Italia natal lo comprendí mejor. Escribían los números a base de unos palos, equis y otras letras. Un medio rollo. Lo grave de aquel sistema, que a pesar de todo pervive, es que los números no tienen valor relativo y para escribirlos tienes que saber sumar porque los valores se van acumulando como si fuera una colección. Y lo peor se presentaba al sumar porque LIX y CXVIII son dos cantidades escritas en ese sistema, ¿quién es capaz de sumarlos? ¡Imposible! Entonces es cuando usaban aquellos aparatos con piedritas, que ahora me acuerdo que les llamaban ábacos, y claro, no todo el mundo sabía las cuatro reglas.

Pues bien, precisamente conmigo y con mis hermanos (nos pusieron el nombre de dígitos por eso de que somos diez, como los dedos), consiguieron resolver no sólo el problema de la escritura de los números sino también lo de las cuatro reglas. Esto, como les he dicho, los indios y los árabes ya lo tenían resuelto hacía tiempo. Su asombro fue impresionante cuando descubrieron que con este sistema que les trajo Leonardo, los dígitos podemos tener dos valores al mismo tiempo: uno absoluto, esto es, el que valemos por nosotros mismos y otro relativo que depende del lugar que ocupemos en el número que se escriba cuando nos reunimos más de uno. Así, por ejemplo, para escribir el mil tres, basta con ponerme a mí dos veces entre el Uno y el Tres (estos son sus valores absolutos), de forma que el Uno representa en ese caso las unidades de mil (este es su valor relativo) y el Tres coincide con las unidades simples. Como en este caso no hay ni decenas ni centenas, se me coloca a mí para indicarlo (esto es, precisamente, parte de mi gran valía). Vieron, pues, cómo escribir cantidades se convirtió en algo sencillísimo, que cualquier persona podría dominar con pocas explicaciones. Tanto fue así que llegó un momento en que este mecanismo se explicó en las escuelas a los niños y hoy, en la mayoría de los países, rara es la persona que no nos conoce y utiliza en su vida cotidiana.

Pero volviendo a mi amigo Leonardo, si su admiración fue enorme cuando se enteró de cómo escribir cantidades, imagínense cómo quedaría cuando aprendió a sumar… Ahora, decía, todo es más claro. Para hacerlo bastaba con colocar las cantidades a sumar unas debajo de otras, con la única precaución de que los dígitos que ocuparan la misma posición relativa estuvieran en la misma columna; es decir, las unidades a la derecha del todo, luego las decenas, después las centenas y así sucesivamente. En fin, qué les voy a decir a ustedes. Seguro que lo saben hacer de maravilla desde la más tierna infancia.

Por cierto, que recuerdo que mi asombrado amigo se pasó todo el viaje de África hasta Italia sin salir de su camarote casi ni para comer, de manera que al llegar dominaba la técnica perfectamente. Escribió más tarde un libro de mucho éxito donde lo explicaba todo. Lo tituló El libro del ábaco.

Si se tiene en cuenta que la suma es la base de casi toda la matemática, se imaginarán lo que sucedió después. Recorrimos todos los países en muy poco tiempo y en los distintos sitios nos recibían triunfal mente aunque, modestia aparte, yo era el más admirado, pues como decían algunos, sin valer nada, podía llegar a valer mucho. Se habían creado unos centros de saber que llamaban universidades y allí es donde éramos especialmente apreciados. Pero lo más bonito fue el ver cómo cada vez nos utilizaba más gente. Ya no eran sólo los venerables sabios, sino que, como sucedió antes con los árabes, era el pueblo llano el que nos conocía y utilizaba casi a diario para resolver un sinfín de problemas.

A partir de mi llegada a Italia mi vida se hizo muy ajetreada. Cada día me utilizaban para cosas nuevas y hasta yo mismo me asombraba de ver por dónde me metían. Esta gente de la llamada civilización occidental comprendió ahora por qué su matemática se les había quedado estancada. Los griegos de la época clásica, que según los datos que tengo, eran unos tipos listos, no llegaron a conocernos. Descubrieron y estudiaron muchas cosas, pero su complicado sistema de numeración les frenó considerablemente. Por eso se desviaron tanto hacia la geometría, llegando lejos en sus aportaciones. ¿Os imagináis qué habría pasado si nos hubiesen conocido personajes como Pitágoras o Euclides? Posiblemente habríamos llegado mucho antes a la Luna (aunque hay quien sigue empeñado en que no se ha llegado aún, si bien a mí me importa poco eso).

De todos modos, no crean que todos me aceptaron sin más. Hubo alguna gente que me miraba mal, con argumentos tan peregrinos como los de unos a los que llamaban cartujos (no sé si existen aún), que no me aceptaban porque decían que yo era la nada y la nada no existe… ¡Toma ya!

Pero volviendo a mi historia buena, como ya les he indicado, me convertí en algo imprescindible para la vida. Soy el punto de partida de todas las escalas, de todas las redes de comunicación, de los días; incluso en la física me dan un nombre que se aplicó a los reyes: el absoluto. Ya sé que a los estudiantes no les caigo especialmente simpático, pero bueno, algún defecto habría que tener…

Todos mis méritos se me han ido reconociendo poco a poco. Lo que más me ha emocionado en este sentido ocurrió en París, en una exposición internacional que se celebró en 1937. En el pabellón de la matemática había un enorme rótulo que presidía la entrada. En él estábamos escritos los cinco números más importantes sintetizados en una fórmula que, aunque yo no la entiendo mucho tampoco, no me resisto a escribirla para que vean qué bien he quedado en ella. Es esta:





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Por cierto que en esa exposición compartí los honores con un enorme cuadro que pintó un español llamado Picasso y que tituló Guernica. No sé si lo conocen…

Y ya por último fíjense qué poesía tan bonita me han dedicado, junto a dos de mis hermanos:

EL CERO, EL UNO Y EL DOS


Graves autores contaron
que en el país de los ceros
el uno y el dos entraron
y, desde luego trataron,
de medrar y hacer dinero.

Pronto el uno hizo cosecha,
pues a los ceros honraba
con amistad muy estrecha,
y, dándoles la derecha,
así el valor aumentaba.

Pero el dos tiene otra cuerda:
¡Todo es orgullo maldito!
y con táctica tan lerda
los ceros pone a la izquierda
y así no medra un pito.

En suma: el humilde uno
llegó a hacerse millonario
mientras el dos, importuno,
por su orgullo cual ninguno
no pasó de perdulario.


Tenía que hacerlo


—¡Tenía que hacerlo! ¡Tenía que hacerlo!... —repetía una y otra vez el anciano Pitágoras cuando Sineta, la de la mente clara, vino a visitarle.
 —De acuerdo, ¡Oh venerable anciano! pero has de saber que los dioses están furiosos contigo —le indicaba Sineta.
 —Es igual, aceptaré el castigo que crean que merezco, pues ¡tenía que hacerlo! —insistía Pitágoras.
—Pero, ¿por qué lo hiciste?, ¿por qué osaste atravesar lo que está reservado sólo a los dioses?
—Durante toda mi vida —explicó el anciano de noble figura— he pensado que las cosas podían explicarse a través de los números. "El número es todo", ha sido siempre el lema de mi escuela. Y todo parecía funcionar. Hemos encontrado la belleza y la proporción en los números. La música, ¡arte sublime donde los haya!, también está regida por relaciones entre números enteros.
Sineta escuchaba sin perder palabra; había oído hablar mucho del anciano que estaba ante ella, de sus teorías y de su misteriosa escuela.
—Un buen día —prosiguió el anciano reflejando ansiedad en su rostro— nos tropezamos con algo que, al principio, tratamos de explicar con los mismos procedimientos que habíamos utilizado hasta ahora: buscando relaciones entre números enteros que nos lo explicaran. Poco a poco me fui dando cuenta de que eso era imposible. Se produjo en mi espíritu una gran zozobra y durante días pensé y pensé hasta el punto de creer que perdería la razón. Una mañana decidí dar el paso: reuní a todos los miembros de mi escuela y les comuniqué mi descubrimiento. Hubo un gran revuelo. Opiniones de todo tipo. Desde entonces he estado sometido a muchas presiones, a persecuciones diabólicas que no me dejan tranquilo, pero ¡tenía que hacerlo!
El anciano concluyó con un resignado suspiro.
—Te veo muy abatido —comentó Sineta. Tratando de ayudar a tan venerable figura y queriendo indagar cuál era el fondo de tan terrible descubrimiento le dijo con voz suave: —Comprendo, excelso maestro, que si durante tanto tiempo pensabas que la naturaleza era de una forma aparentemente definitiva y ahora descubres que no, percibes que ha surgido una grieta imposible de contener, parece lógico que tu mundo se destruya.
—En cualquier caso —prosiguió Sineta— he de comentarte que los dioses siempre han visto tu trabajo con un cierto recelo, como si temieran que algún día fueras a sobrepasar la barrera de pensamiento que Zeus ha concebido para el hombre y te acercaras osadamente a la zona exclusiva de los dioses...
—¡Yo no tengo la culpa! —interrumpió brusca y nerviosamente Pitágoras—. Cuando Zeus permite que se nos ponga en la Tierra y nos concede la capacidad de razonar, nosotros estamos obligados a llegar hasta donde podamos. Él no puede limitar mi pensamiento. Y si así lo piensa, que nos destruya y se quede sólo con los que no piensan.
—Tranquilízate, ¡oh venerable anciano! —le indicó Sineta con suavidad y dulzura—. Estoy aquí para tratar de ayudarte a resolver el conflicto. Mi doble condición de hija de la diosa Atenea por una parte y de humana por otra, me ayudará a comprender tu situación. Quisiera, ¡oh gran maestro!, que me explicaras en qué consiste tu descubrimiento.
El anciano recobró la tranquilidad y mirando fijamente a la joven le dijo: —Para que te sea más comprensible, te lo explicaré con unos ejemplos.
Hasta ahora, si tenemos dos números enteros (o cuantos quisieras...) por ejemplo el 8 y el 30, podemos encontrar otro número entero, el 120 en este caso, que contiene a ambos un número entero de veces. Observa:

•El 8 está contenido 15 veces en el 120
•El 30 está contenido 4 veces en el 120 [1]
Pero no sólo eso, si quisiéramos medir magnitudes de longitudes 8 y 30, podrías tomar una unidad de tamaño 2 [2]y entonces con cuatro de ellas cubrirías el 8 y con 15 de ellas cubrirías el 30, es decir:
•4 veces esa unidad (el 2) es el 8.
• 15 veces esa unidad (el 2) es el 30.
Ya ves, todos los números son enteros. Con ellos todo va muy bien.
—¿Y qué es lo que pasó entonces?
—Pues algo tan fuerte y fuera de lo que ha sido normal como lo siguiente: Considera un cuadrado.
Ahora fíjate en su lado y en su diagonal.
Evidentemente, son dos magnitudes.
Hasta aquí todo va normal. El problema surge cuando ahora quieres hacer con estas magnitudes lo mismo que hice antes con el 8 y el 30.
¡Es imposible!
No podremos encontrar ninguna cantidad entera que contenga a esas magnitudes un número también entero de veces.
 Son por tanto números ininteligibles para nosotros. Nunca habíamos visto nada igual.
—Pero ¿lo has intentado de todas las formas posibles? —le preguntó Sineta.
—Sí. Esto fue lo que comuniqué a mis discípulos: he llegado a la conclusión de que la diagonal del cuadrado no es conmensurable con el lado. Es decir, ningún número entero de veces la diagonal es igual a algún número entero de veces el lado.
—¿Quiere ello decir que, además de los números enteros y de los fraccionarios, los hay de otro tipo? —preguntó Sineta, que había entendido a Pitágoras.
—En efecto, mi joven amiga —contestó el anciano con voz relajada—. Y ese es el motivo del enojo de los dioses. Al parecer ese nuevo número lo querían ellos en exclusiva.
—La situación es preocupante —señaló Sineta—. No resulta fácil prever qué va a pasar pues ya sabes, ¡oh docto anciano!, cómo reaccionan los dioses cuando se les desobedece o los humanos intentan invadir lo que ellos consideran que es suyo en exclusiva.
—¡Alto ahí!, mi tierna amiga —cortó Pitágoras con energía—. Nadie me había dicho que no debía entrar en ese campo. Nadie ha puesto límite a mi capacidad de razonamiento.
—Está bien —le calmó Sineta—. Eso que dices es cierto. ¿Qué piensas hacer con tu descubrimiento? ¿Seguirás avanzando en ese abismo que has empezado?
—De momento he indicado a todos los miembros de mi escuela que no lo divulguen. Trataremos de mantenerlo en secreto.
—¡Mucho me ha impresionado tu relato! —le dijo Sineta admirada por lo que había oído—. Trataré de hablar y convencer de la bondad de tus intenciones a mi excelsa madre, Atenea. De que no has penetrado en su mundo como consecuencia de un acto de soberbia sino como consecuencia de la perfección que Zeus dio a lo que hizo en su día.
Sineta, la de la mente clara, estuvo varios días escuchando las discusiones de los miembros de la Escuela. Ellos la admitían como a uno más y escuchaban con respeto las intervenciones de la joven.
A Sineta le parecía que sería sencilla su labor mediadora entre Pitágoras y los dioses.
—¿Por qué los dioses se han irritado tanto? —se preguntaba una y otra vez. No entendía del todo dónde podía estar la gravedad del paso dado por el anciano.
 El día que fue a despedirse, le planteó esa duda a Pitágoras y esto fue lo que le dijo:
—Claro, ¡oh joven de mente despierta! Mi descubrimiento no es como los que el hombre ha hecho hasta ahora. En mi juventud estuve en Egipto. Allí conocí a muchos sabios. Todo lo aprendían a base de experimentación. Es la naturaleza la que les marca las pautas del saber. Pero mi descubrimiento da un salto de lo tangible a lo mental, de lo empírico a la abstracción: ¡Es sólo mi mente la que interviene! Esto es lo que parece que enoja a los dioses.
No conciben que nosotros, los mortales hijos de Prometeo, podamos llegar al conocimiento, a la sabiduría, ¡a través de la razón! Ya te lo he dicho muchas veces y seguiré diciéndolo a pesar de los dioses:
¡Tenía que hacerlo!


Dos puntos y un destino


b: ¡Pss! ¡Hola! ¿Cómo te llamas?
a: Yo me llamo a, ¿y tú?
b: Pues yo me llamo
b. a: Hace tiempo que estoy queriendo hablar con alguien semejante a mí, y me parece que por fin lo he conseguido. Gracias por llamarme.
b: Yo también tenía ese deseo. Hay cosas que me gustaría que alguien me las aclarase y tal vez tú puedas. Tienes aspecto de punto listo...
a: Depende de lo que me preguntes. Yo también tengo dudas y preguntas sin respuesta.
b: ¿Tú puedes salirte alguna vez del sitio en el que te mueves? Yo tendría unas ganas locas de salir de esta recta que me limita muchísimo los movimientos.
a: ¡No!,
b, ¡ni lo intentes! Esta es una cuestión que tengo clara, sólo nos podemos mover en dos sentidos y siempre sobre la recta en la que estamos. Si te estás moviendo en uno de los sentidos, sólo te caben dos posibilidades más: pararte o moverte en el sentido contrario.
b: Yo he oído alguna vez que sólo existe la dirección, y que uno se mueve en una dirección o en la contraria.
a: Yo también lo he oído y creo que deberíamos clarificarlo. La dirección es el lugar donde nosotros vivimos y nos movemos, es decir, la recta que nos cobija. Resulta raro hablar de "recta contraria" pues eso sería lo que, en definitiva, significa "dirección contraria". Otra cosa son los sentidos sobre esta recta en la que vivimos. Tanto tú como yo tenemos la posibilidad de movernos en dos sentidos, como ya te dije; si te mueves en uno de los sentidos, puedes parar y a continuación moverte en el contrario.
b: ¡Ah!, así que la dirección la marca la recta en la que vivo y en cada recta hay dos sentidos. Está bien.
a: Pero todavía hay más: ¿en tu recta no existe un punto que está fijo que se toma como referencia? En la mía hay un punto, al que llamamos O, que tiene una vida bastante aburrida y sedentaria, ya que nunca se mueve; pero es un punto respetado y todos nos referimos a O indicando si estamos a un lado o al otro de él.
b: No me he tropezado nunca con un punto así.
a: Entonces es que siempre te has movido por uno de sus lados.
b: ¿Y qué podría hacer para ir a saludarlo?
a: Es difícil decirlo con certeza. Si te mueves en un sentido y está en el otro, jamás te tropezarás con él. b: ¿Por qué no te vienes a mi recta?
a: Eso es imposible.
b: No lo veo yo tan imposible; mira en el mismo sentido que yo, ¿no ves más allá, al final, que nuestras rectas se unen?
a: Yo no lo he hecho nunca, pero he oído que si nos moviésemos hacia allá, esa es siempre la impresión, pero nunca jamás nos llegaremos a unir.
b: Me parece un poco raro eso, ¿por qué no lo intentamos?
a: Bien; yo tampoco tengo nada que hacer, pero antes de partir se me ocurre una idea: vamos a medir la distancia a la que estamos tú y yo. De vez en cuando nos pararemos y comprobaremos si esa distancia ha sufrido alguna variación. Creo que esta es una buena pista para confirmar si nos uniremos o no "allá, lejos" como tú dices.
b: De acuerdo. ¿Dónde me coloco para medir esa distancia?
a: Tendrá que ser donde sea menor. Voy a mirar hacia tu recta perpendicularmente. Muévete hasta que yo te avise, pues mientras no te coloques en ese punto preciso no tendremos la menor distancia entre nuestras rectas. ¡Ya está!
b: Ahora que ya sabemos a qué distancia estamos, vámonos.
a: Ya ha pasado un rato. Párate y midamos de nuevo la distancia entre nosotros.
b: ¡Es la misma! ¡Y mira que nos hemos movido una buena distancia de donde partimos!
a: ¡Claro! Eso sucede porque nos movimos en dos rectas que son paralelas. Si esa distancia hubiese disminuido, aunque fuese un pelín, seguro que nos encontraríamos alguna vez; pero mientras estemos en estas rectas, por mucho que nos movamos a un lado o a otro seguiremos a la misma distancia.
b: No sé. Yo quisiera seguir un poco más, pues a mí me sigue pareciendo que nos hemos de encontrar. a: Bueno, b, ¡espera!; estoy viendo a otro punto. ¡Psst! Oye, ¿cómo te llamas?
c: Me llamo c.
b: Mi amigo a y yo estamos moviéndonos hacia allá, ¿por qué no te vienes con nosotros?
c: No tengo dónde moverme, ¿no ves que estoy aquí aislado?
b: Espérate que voy a consultar con a. Es un punto que sabe mucho, él no te puede ver porque está mi recta en medio. ¡Oye, a!, ¿cómo podemos hacer para que c nos acompañe en el viaje?
a: Es muy fácil, dile a ese punto c que se fije en las infinitas rectas que pasan por él. Pues bien, que escoja la única que es paralela a las nuestras. No tiene pérdida. Avísame cuando la haya localizado.
c: Ya está.
b: ¡Oh! ¡Fíjate!, ahora estoy más convencido que antes de que nos encontraremos, pues me parece que las tres rectas se unen allá lejos.
a: ¡Eres un poco cabezota! Vamos, dile a c que nos acompañe y caminemos hacia dónde dices.
b: Espera un poco y aclárame otra cuestión. Dices que tu recta y la mía son paralelas porque permanecen siempre a la misma distancia. Si ahora la de c es paralela a la mía, ¿es también paralela a la tuya?
a: ¡Claro, punto b! ¿No has oído nunca lo que dice el refrán?: "dos paralelas a una tercera lo son entre sí". Y además, se puede aplicar a más de tres rectas paralelas.
b: ¡Qué interesante y cuánto sabes!, yo siempre moviéndome en una recta y sin saber esas propiedades de las que son paralelas a la mía.
a: ¿Nos podemos ir ya?
b: Sí, pero a partir de ahora no hablaré, y caminaré sin parar hasta que nos encontremos.
a: ¡Vas listo!... A Da Nelly Vázquez de Tapia, de La Mancha a La Pampa venciendo a los mismos gigantes


De lo que aconteció a Don Quijote con el joven Gondomar y su justicia numéricamente correcta



Cuando don Quijote y Sancho llegaron, oyeron voces altas en medio de una discusión. No podían distinguir de qué se trataba porque todos hablaban al mismo tiempo.
—Escucha, Sancho; he aquí un ejemplo de lo que te he dicho que no se debe hacer. No es bueno que todos hablen alto y, además, al mismo tiempo porque todos hablan y ninguno escucha y sin escuchar no se puede responder. Sin duda alguna estamos ante una aventura; a los caballeros nos está encomendado poner paz donde reine la diabólica Discordia.
—Es cierto, señor, mas espero que de esta nueva aventura no acabe molido y con alguna costilla astillada como suele ser costumbre —respondió Sancho. Se acercaron a donde estaba el grupo y vieron que eran tres. Dos llevaban ropas de pastor mientras que el tercero, el más joven, quizá de menos de veinte, parecía de alta condición. Don Quijote se colocó en medio y les dijo alzando la voz:
—¿Qué es lo que os hace discutir con tanto acaloramiento? Os ruego que me expliquéis las razones para dar la solución que me inspire la Ley de la Caballería que profeso.
—Honorable caballero —contestó el joven—, me llamo Gondomar de Sotomayor, hijo del conde del Encinar. Ayer salí de cacería con mis amigos. Al atardecer divisé el más hermoso ejemplar de jabalí que jamás había visto. No me lo pensé dos veces y salí tras de él, solo y con el deseo de darle pronta cacería. Pero el animal desapareció a pesar de mi frenética persecución. Me di por vencido y decidí regresar. Ya era tarde y el negro manto de la noche tapaba hasta los árboles que estaban cerca porque la Luna no le acompañaba. Estuve vagando toda la noche dando gritos por si me escuchaba alguien. Todo en vano. En algún momento debí de quedarme dormido porque lo siguiente que recuerdo es el instante en que estos dos pastores me despertaron bien entrada la mañana.
—¡Señor Sotomayor! —le interrumpió don Quijote—, ahórrese tantas explicaciones y dígame cuál es el motivo por el que antes chillaban, para yo poder actuar. —A eso iba ahora y espero que vuestra merced me ayude a traer la paz que existía entre estos dos hermanos, y que, al parecer, yo he interrumpido. Les pregunté dónde estaba y qué tendría que hacer para volver a mi casa. Me dijeron que estaba muy lejos, que tardaría mucho tiempo en regresar y me aconsejaron que permaneciese con ellos hoy y que mañana, al alba, partiera hacia el castillo de mi padre que ellos conocen.
—Le insisto: abrevie y cuente la razón de la disputa —reclamó don Quijote ligeramente molesto por tantas explicaciones que él consideraba innecesarias.
Sancho seguía el relato con interés e intrigado por conocer también qué había pasado allí. El joven continuó:
—Voy a explicárselo a usted inmediatamente, mi improvisado juez. Es el caso que pedí a los hermanos algo para comer porque estaba ciertamente hambriento con tantas horas sin llevarme nada a la boca. Uno de ellos, Mercenio, me dijo, después de mirar su morral, que le quedaban cinco panes y el otro, Blasón, que tres. Estupendo, les dije, hay suficiente para todos. Se pusieron los panes sobre una piel de cordero y empezamos a comer mientras yo les contaba lo que me había pasado. Cuando acabamos me di cuenta de que debía ser generoso con estos hermanos que tan bien me habían acogido y les dije:
—Amigos, no he puesto nada para comer y como me siento tan agradecido, voy a repartir entre ustedes los ocho escudos que llevo en mi bolsa. Y así lo hice, a Blasón le di un escudo y a Mercenio, siete.
—¡Pero eso es una barbaridad y una injusticia! —interrumpió Sancho de manera impulsiva y acalorada—. ¡Menos mal que mi señor intervendrá! Yo no sé leer ni mucho de cuentas pero es evidente que si Mercenio puso cinco panes, entonces le corresponden cinco escudos, mientras que a Blasón le debe dar vuestra merced los tres escudos restantes porque ese es el número de panes que aportó a la comida. ¿Cómo se le ocurre ese reparto tan injusto?
—Esa es, señor escudero y señor caballero —dijo Gon-domar— la razón de esta discusión que manteníamos porque no consideran justo este criterio mío de reparto.
—Sancho, amigo —intervino don Quijote—, la justicia está muy relacionada con los números. Has de saber que un reparto equitativo siempre será justo porque la equidad es una base de la justicia. Son los hombres que hacen las leyes los que a veces favorecen a quien no deben porque olvidan ese principio. Si un reparto se hace de acuerdo con las leyes que emanan de los números, ningún juez debe violentarlo porque no hará justicia. Creo que debemos escuchar a este joven para que nos explique cuál es la suprema razón que le ha llevado a hacer este reparto tan descompensado en apariencia antes de yo decidir si debo apoyar o no su decisión.
—Con mucho gusto —empezó Gondomar— y agradezco a vuestra merced que me escuche antes de actuar porque es de juez sabio y equilibrado obrar así. Imaginen ustedes que los ocho panes los dividimos en tres trozos iguales cada uno. ¿Cuántos trozos son en total?
—Son veinticuatro —contestó rápidamente Sancho.
—Para no saber de cuentas, señor escudero —dijo Gondomar—, habéis contestado muy rápido. Pues bien, ¿cuántos trozos de esos veinticuatro nos hemos comido cada uno?
—Ocho —volvió a contestar Sancho con la misma rapidez, al tiempo que don Quijote se asombraba de la habilidad de su escudero, al que tenía por más cerrado de mollera.
—En efecto, ocho comió Mercenio, ocho comió Blasón y ocho comí yo. Pero contésteme, señor escudero, y no yerre la respuesta porque es muy importante: ¿cuántos trozos de esos veinticuatro puso Mercenio y cuántos puso Blasón?
Sancho se llevó una mano a la barbilla mientras con la otra se rascaba sus revueltos pelos de la cabeza en un ademán de gran concentración. Don Quijote sabía la respuesta pero esperaba a ver qué decía su escudero. —¡Ya lo tengo! —contestó al fin con gran seguridad-quince puso Mercenio y nueve Blasón.
 —Ha dado una respuesta correcta —le dijo Gondomar—. Y dígame ahora, y esté atento a la respuesta: ¿cuántos trozos me dio Mercenio para yo comer y cuántos me dio Blasón? Sancho volvió a su posición típica de esfuerzo intelectual aunque esta vez las manos las utilizaba para hacer unas cuentas que ya le parecían más difíciles. Por eso miraba a su señor como pidiendo ayuda. Pero don Quijote no quería hacerlo y le contestaba con una leve sonrisa. Finalmente, Sancho se decidió a hacer público su razonamiento ante la expectación de los dos pastores que, igual que él, sabían poco de cuentas, y sin dejar de mirar a don Quijote esperando su aprobación, les dijo:
—Creo, señor Gondomar, que si no me he equivocado en el manejo de estos dedos míos, Mercenio le dio a vuestra merced siete trozos de los quince que tenía mientras que Blasón, que tenía nueve, le pasó sólo uno.
—Has razonado con inteligencia, Sancho —dijo don Quijote con una larga sonrisa de satisfacción— pues ese es el reparto que aquí se ha hecho de los panes: siete trozos aportó Mercenio y sólo uno Blasón y justo es que esa sea la forma de distribuir los ocho escudos de Gondomar: siete para Mercenio y uno para Blasón. Fíjate, ¡oh sagaz escudero!, que son las leyes de los números las que han sentenciado este espinoso asunto y nos han marcado cuál es aquí el reparto justo. Un caballero andante como yo, puesto por Dios en el mundo para evitar las injusticias, bendice el reparto hecho por este joven e insta a los dos hermanos a que así lo reconozcan. No tuvieron inconveniente los dos hermanos en aceptar el veredicto dado por don Quijote y se repartieron los escudos según la sentencia dictada.
Restablecida la paz entre los tres protagonistas de esta historia sin molimientos esta vez para Sancho, don Quijote decidió seguir su camino, por el que se fue también su escudero pero después de pedir a los pastores que le diesen, al menos, un queso por la acertada intervención de la autoridad de su señor.